Era un fantasma que caminaba por la calle como un transeúnte más.
Tan sólida era su figura que creyó que si cruzaba la carretera hasta la acera de enfrente por donde transitaba podría estirar la mano y rozar su piel, y que el tacto le devolviera el calor y la presión sanguínea bajo ella.
Escarmentado de anteriores visiones en la que el espíritu o la ilusión del alma le acompañaba como un amigo silencioso y discreto, optó por ser un mero espectador de la aparición sobrenatural.
Un ánima que desconocía que hacía tiempo había dejado de respirar, de que el rítmico retumbar en su pecho ingrávido no era del corazón… que había perdido en su memoria los rostros, los nombres, que su cuerpo había desparecido convirtiéndose en efimeria.
Tanta era la firmeza de su convicción de que aún caminaba entre los vivos que se llegó a chocar contra un viandante y le pidió disculpas… a lo cual dicho individuo le contestó cortésmente que no había sido nada, para continuar luego con su camino. Y compró el periódico con una sonrisa pintada en su boca, y recogió una pelota que a un niño se le había caído, y preguntó a una persona que esperaba en la parada del transporte público si había pasado el autobús y se pusieron a criticar sobre la puntualidad y la calidad del servicio.
Era tan real, tan real, que empezó a plantearse que a lo mejor el difunto era él y había pasado por alto el nimio y pequeño detalle de su muerte.
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