
Narra la historia de Elena Martín Roca que pierde la memoria después de saltar desde la ventana de su apartamento en un séptimo piso. Su pasado, excepto algunos retazos inconexos de su vida anterior, está sumido en una espesa niebla que no puede sondear.
Pronto averiguará que la ignorancia era una bendición. Sin embargo, cuando llega a esa conclusión será demasiado tarde.
Relato de ficción, enmarcado en un ambiente decadente, violento y oscuro.
Escrita por Arminda C. Ferrera
Les muestro la primera escena del relato:
1
Todavía no había salido el sol. Era una fría mañana de invierno. Ana preparaba las tres tazas de café que le habían pedido los de la mesa seis. Recordó que tenía que servir: un té en la mesa uno al fondo del local, un zumo y un sándwich mixto en la ocho junto a la puerta.
En la barra, estaban los clientes habituales, que habitualmente se tomaban un café y un coñac a las ocho menos veinticinco de la mañana para entrar entonados a sus trabajos. Y que regresarían exactamente a las once de la mañana para tomarse el segundo y a veces un tercero. Los oía hablar del partido de fútbol de la noche anterior, con lo cual estaban bastante alterados al ser de diferentes equipos. El resto de la clientela era más tranquila.
Colocó en la bandeja los cafés, el té… el sándwich y el zumo los llevaría después. Sirvió a la mesa seis: Eran dos mujeres y un hombre que hablaban animadamente, aunque aún se les notaba la cara de recién levantados. Les cambió el cenicero por que fumaban mucho. Eran los que trabajaban en el banco. Vestían con trajes de chaqueta de estilo clásico y a su lado tenían el maletín. Siempre le habían parecido muy elegantes. Miró disimuladamente el reloj; eran las ocho menos veinte de la mañana. Les daba tiempo a desayunar tranquilos.
Sirvió a la mesa uno. Normalmente no se ocupaba a esa hora de la mañana pues estaba muy cerca del baño. La gente prefería más las del centro. Era un hombre que no había visto antes. Llevaba pantalones vaqueros y un pulóver de cuello alto negro. El abrigo largo estaba doblado encima de una de las sillas y una maleta de deporte, grande y alargada, a su lado. No tenía el aspecto de ir a trabajar; seguramente iría a coger el tren. Le dedicó una sonrisa. Estaba muy serio.
Volvió a por el sándwich y el zumo. La de la mesa ocho le estaba mirando con ojos de asesina. Era la que llevaba el kiosco de la esquina. No era muy agradable y no le caía nada bien, siempre se estaba quejando: que si el sándwich está frió, que si el sándwich está quemado…
Levantó la vista al oír la campanilla de la puerta. Era una mujer alta con un abrigo largo negro. Tenía el pelo negro recogido en una coleta y tenía cara de pocos amigos. La siguió con la vista para saber donde se sentaba. Fue directamente al fondo, a la mesa uno. Le oyó decir un minuto más tarde:
– ¿Has terminado, Víctor? – y en un abrir y cerrar de ojos, le atravesó el pecho con una especie de cuchillo.
Todos estaban sobrecogidos por el espectáculo dantesco.
Fue a gritar…
– Nos vemos en el infierno, Elena… -dijo agonizante el hombre-.
Y todo a su alrededor se convirtió en fuego y dolor.
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