Tango de los Exiliados – Vanessa Mae
Al regresar con la comanda a la barra, aprovechó para hablar con Ana mientras disponían las consumiciones.
– El de la mesa diez me pone los pelos de punta.
– No ha parado de mirarte desde que entró, te sigue con los ojos; mal disimulado, por supuesto – susurró divertida – A lo mejor te quiere pedir el número de teléfono; al menos es guapo.
– Si cogiera el número de todos los que se portan de esa forma tendría unas citas muy interesantes – dijo en broma – una en el geriátrico, otra en el local de ambiente más cercano, ¡ah! sin olvidar la de la salida después del instituto…
La compañera rió entre dientes como respuesta.
– Al menos la mujer era hermosa y el adolescente una ricura… estás siempre buscando excusas.
Cogió la bandeja con los pedidos, mientras la amenazaba de muerte en silencio. Echó un rápido vistazo a la mesa diez. Ana tenía razón, la observaba sin ningún tipo de disimulo. Muy serio, eso era una novedad. Así que cuando le tocó el turno estaba a la defensiva.
– Elena es tu nombre… – dijo cuando le puso el café. No fue una pregunta, era una afirmación rotunda. La cogió desprevenida y su sorpresa se hizo patente en su rostro.
– Sí, ¿nos conocemos? – él negó con la cabeza.
– Lo dijo tu compañera.
– Ah…- “Café servido. Paso de los tipos raros” pensó.
Sin embargo, cuando iba a seguir de largo se le heló la sangre en las venas. Por un momento, cuando el cliente fue a tomar la cartera de la chaqueta, por la abertura de su camisa de botones se escurrió el colgante que llevaba al cuello, dejándolo a la vista: Una concha de color marfil.
-¿Qué es eso? – dijo señalando el colgante.
– Una concha – su tono casual la puso en alerta. Dejó un billete encima de la mesa y se levantó para marcharse. Ella sacó la suya de entre la ropa y la mostró – buen gusto… – sonrió pero sus ojos eran duros, opacos.
Por Arminda C. Ferrera